Capítulo 2
La cena
Tenía una
flamante cena en el viejo castillo Atlantic. El conde de Auseville me invitó y
no me lo iba a perder por nada. Los invitados pertenecían a los descendientes
de las más rancias familias europeas. Hombres de mucho poder, bellas mujeres,
damas interesantes, el “obispo de Canterbury” y su equipo de “Quality world”.
Las mesas señalaban familias con características propias. Los Caballeros de la
Mesa Redonda observaban a los invitados y en especial al enigmático Jurgen
Edaff de Hannover que estaba en mi mesa.
Nadie sabía por qué, pero ya me imaginaba. Lo cierto es que el conde de
Auseville, Auditor Mayor del Reino, también nos acompañaba y yo estaba
preocupado porque el conde Nolberto, mi gran amigo, me había comentado que
ambos nobles se convertían en animales, es decir eran zooters también. Yo me
preguntaba si eran como los animagos de aquella famosa saga de J.k.Rowling,
porque de ser así, me hubiera gustado convertirme en unicornio. El conde
Hectorius prefería el conejillo de Indias; en cambio, Jurgen Edaff sentía
fascinación por las aves marinas y podría –según él-ser un albatros como el del
poema de Baudelaire.
Los nobles
bebían vino francés; otros preferían Chivas Regal 21 años como el que trajo mi
amigo Jorginho, el joyero de Ipanema. Yo combiné vino, agua y whisky. Estaba
contento con las brochetas de pollo, la piña colada, coctel de algarrobina y
pisco sour. Estos aperitivos me hacían recordar que estaba en el siglo XXI. Sin
embargo, he de confesar que las personas que me rodeaban, parecían de otra
época. No había bebido tanto como para imaginar y sentir que estaba en otro
siglo. No creo que hayan puesto alguna pócima, además, estaba alegre porque el
“obispo de Canterbury” me hizo llegar un sobre de color azul y blanco con mucha
discreción que acepté gustoso y firmé al Marqués Luis Alberto de Sajonia. Mis
conferencias sobre la Literatura de la guerra, hizo que me invitaran al viejo
castillo. Menos mal que me había emperifollado para no quedar en ridículo ante
los auditores del reino. Había bebido una copa de vino tinto seco, dejé la
chalina que me obsequió una amiga escritora y me retiré al baño del viejo
castillo. Era un ambiente lujoso. La seguridad del castillo estaba a la orden
del día y las anfitrionas me regalaban sonrisas y atenciones. En ese momento se
acercaba ella, con una cartera negra y su celular. En un principio, creía que
estaba soñando. Estaba acompañada de una damisela. No sabía si acercarme o
darle un beso en la mejilla o saludarla. Mi indecisión recordó unos versos que
me enseñó mi profesor de literatura, pero yo los había cambiado. Tus ojos tan
negros/dijeron que sí/Tus labios de rosa dijeron que no/…Yo estaba cerca de la
puerta y antes de que me atreviera a darle un saludo, ella me dijo secamente
que si aquella puerta conducía a la cena. Le contesté que sí y ellas ingresaron
y cerraron la puerta y me dejaron fuera. No regresaba a mis cinco sentidos,
pero vi que se acercaba la vizcondesa Lynn de Marec y saludó con una agradable
sonrisa y un beso que despertó en mí una alegría sui generis, después del
papelón que hice ante Yasmina y su acompañante.
Los nobles bailaban,
yo también. En mi mesa estaba una dama de negro y rojo que sorprendentemente
había crecido siete centímetros, pero estaba tan bella que tuve que sacrificar
a mis amigos de la Orden Jurásica y así poder bailar con ella. Otro integrante
de la mesa era un descendiente del conquistador español Hernando de Soto, quien
se había criado en Edinburgo durante toda su adolescencia. Además, estaba con
nosotros el músico brasileño Simonal, quien compartía una conversación
exquisita con dos damitas del Condado de Zarath.
El tiempo
avanzaba y cuando yo no bailaba, observaba una mesa que estaba frente a la
nuestra. Tres damitas que habían trabajado en la Universidad de Transilvania:
Elisabetta di Sardegna, Rowina de Southhampton y Alejandra del Cuadro, reían y
conversaban a diestra y siniestra. Al lado de ellas estaba, Wanda, la amiga de
Anulia y la exótica dama de Sierra
Leona. Para completar el grupo, Yasmina y su amiga. De repente me di cuenta que
me estaba mirando. Cuando esbocé una sonrisa, ella volvió a mirarme y bajó la
cabeza. Mis orejas quemaban, sentí un olor lupercal y mi corazón latía más
fuerte. Le pedí al Señor de Hannover, que la conocía, la sacara a bailar, pero nunca ocurrió.
Alguien le pidió bailar y salió a la rueda de danza: alta, espigada, toda
vestida de negro, sus labios brillaban, su mirada de acero cortaba cualquier
observación y se cimbreaba con encanto. Yo sentía que me miraba de soslayo y me
contentaba con no sacarla a bailar. A lo mejor, me dice que no. Cuando terminó
esa danza, parece que alguien llamó a su celular y se le vio preocupada. Era
casi las doce de la noche y se puso de pie, salió casi corriendo, bajó las
escaleras de mármol del castillo. Salí tras ella como si fuera el príncipe del
cuento La cenicienta, pero no se le cayó ningún zapatito de cristal. Al verme,
avanzó el paso y en su huida se le cayó un adorno. Lo recogí. Era un camafeo.
Había una figura tallada en ónice. Mi corazón se aceleró. El tallado era la
figura de un lobo con los colores plomo y blanco. Rápidamente lo guardé en el
bolsillo. Ella desapareció como por arte de birlibirloque. Regresé
apesadumbrado a los amplios salones del Atlantic. Ya no quería beber ni bailar.
Busqué mi chalina para retirarme pero no estaba. No sé por qué pasó por mi
mente que ella se había llevado mi chalina. Pregunté a varias personas, pero
nadie me dio razón ni les interesaba. Cuando busqué al conde de Auseville y al
Señor de Hannover, ya no estaban. El reloj marcaba las dos de la noche y triste
por la desaparición de mi chalina, bajé las escaleras y salí del castillo y me
encontré con Elisabetta, Rowina y Alejandra. No sé por qué preferían el color
negro y los labios de grana. Las tres estaban bellísimas y al saludarlas, vi
que ellas tenían un hermoso collar pero con una imagen que me puso los pelos de
punta: un vampiro de alto relieve que parecía que tenía vida. Rowina me miraba,
yo también. Sus estudios matemáticos me atraían y también su trasero. Estaba ebrio y para
olvidar un poco, me olvidé de Yasmina y Rowina se me acercaba mucho más, pero
no miraba mis labios, miraba mi cuello. Lo mismo hicieron las otras dos. ¿Qué
hacían las tres solas en las afueras del Atlantic? Me quedé petrificado. No
podía moverme. Elisabetta y sus labios delgados ponía sus dientes sobre mi
garganta. En un movimiento, mi cruz de madera que la tenía como protección, fue
mi salvación, pero las enfureció y cuando iban a atacar por segunda vez, un
grito estridente de una loba las hizo huir. Tomaron un taxi y se fueron. Yo
trataba de buscar de dónde venía ese aullido de furia que me salvó la vida y
pude ver en la azotea frente al castillo, la silueta de una loba cuyo segundo
aullido me conmovió. Sentía que me miraba y volvía a aullar con otra tonalidad
y un sonido trágico que me torturaba el
alma.
Todo mi
cuerpo se estremeció con aquel aullido que no se iba, pero me producía una
sensación de jardín, de paz, de música y tranquilidad. No pude dormir toda la
noche y miraba por las ventanas de mi departamento para otear a través de las
azoteas de la Ciudad…alguna loba que se había robado mi corazón
Los
animales estuvieron presentes aquella noche en mi vida, pero ninguno como
aquella loba que se retiró cuando ya estaba seguro que nada podía pasarme y lo
único que me quedaba era contarles a ustedes las horas que pasé en el viejo
castillo del Atlantic donde volví a verla y me acobardé ante ella. Su simple
mirada empequeñeció mi figura y no me atreví a sacarla para bailar porque temía
que me dijera no o que me tratara de algún aprovechado que de acuerdo a las
circunstancias trataría de cortejarla. Nunca me había pasado esto. Mis amigos
me consideraban un seductor y aquella mujer de ojos negros y cabellos oscuros
se fue sin decirme adiós, pero que en el momento oportuno marcó su territorio
advirtiendo a las hermosas vampiras que no den un paso adelante. Elisabetta
leyó los pensamientos de la loba y ella los de la vampira. A buen entendedor
pocas palabras y no le busques tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro.
Eddy
Gamarra Tirado
No hay comentarios:
Publicar un comentario