martes, 3 de febrero de 2015

Capítulo 2
La cena

Tenía una flamante cena en el viejo castillo Atlantic. El conde de Auseville me invitó y no me lo iba a perder por nada. Los invitados pertenecían a los descendientes de las más rancias familias europeas. Hombres de mucho poder, bellas mujeres, damas interesantes, el “obispo de Canterbury” y su equipo de “Quality world”. Las mesas señalaban familias con características propias. Los Caballeros de la Mesa Redonda observaban a los invitados y en especial al enigmático Jurgen Edaff de Hannover  que estaba en mi mesa. Nadie sabía por qué, pero ya me imaginaba. Lo cierto es que el conde de Auseville, Auditor Mayor del Reino, también nos acompañaba y yo estaba preocupado porque el conde Nolberto, mi gran amigo, me había comentado que ambos nobles se convertían en animales, es decir eran zooters también. Yo me preguntaba si eran como los animagos de aquella famosa saga de J.k.Rowling, porque de ser así, me hubiera gustado convertirme en unicornio. El conde Hectorius prefería el conejillo de Indias; en cambio, Jurgen Edaff sentía fascinación por las aves marinas y podría –según él-ser un albatros como el del poema de Baudelaire.

Los nobles bebían vino francés; otros preferían Chivas Regal 21 años como el que trajo mi amigo Jorginho, el joyero de Ipanema. Yo combiné vino, agua y whisky. Estaba contento con las brochetas de pollo, la piña colada, coctel de algarrobina y pisco sour. Estos aperitivos me hacían recordar que estaba en el siglo XXI. Sin embargo, he de confesar que las personas que me rodeaban, parecían de otra época. No había bebido tanto como para imaginar y sentir que estaba en otro siglo. No creo que hayan puesto alguna pócima, además, estaba alegre porque el “obispo de Canterbury” me hizo llegar un sobre de color azul y blanco con mucha discreción que acepté gustoso y firmé al Marqués Luis Alberto de Sajonia. Mis conferencias sobre la Literatura de la guerra, hizo que me invitaran al viejo castillo. Menos mal que me había emperifollado para no quedar en ridículo ante los auditores del reino. Había bebido una copa de vino tinto seco, dejé la chalina que me obsequió una amiga escritora y me retiré al baño del viejo castillo. Era un ambiente lujoso. La seguridad del castillo estaba a la orden del día y las anfitrionas me regalaban sonrisas y atenciones. En ese momento se acercaba ella, con una cartera negra y su celular. En un principio, creía que estaba soñando. Estaba acompañada de una damisela. No sabía si acercarme o darle un beso en la mejilla o saludarla. Mi indecisión recordó unos versos que me enseñó mi profesor de literatura, pero yo los había cambiado. Tus ojos tan negros/dijeron que sí/Tus labios de rosa dijeron que no/…Yo estaba cerca de la puerta y antes de que me atreviera a darle un saludo, ella me dijo secamente que si aquella puerta conducía a la cena. Le contesté que sí y ellas ingresaron y cerraron la puerta y me dejaron fuera. No regresaba a mis cinco sentidos, pero vi que se acercaba la vizcondesa Lynn de Marec y saludó con una agradable sonrisa y un beso que despertó en mí una alegría sui generis, después del papelón que hice ante Yasmina y su acompañante.

Los nobles bailaban, yo también. En mi mesa estaba una dama de negro y rojo que sorprendentemente había crecido siete centímetros, pero estaba tan bella que tuve que sacrificar a mis amigos de la Orden Jurásica y así poder bailar con ella. Otro integrante de la mesa era un descendiente del conquistador español Hernando de Soto, quien se había criado en Edinburgo durante toda su adolescencia. Además, estaba con nosotros el músico brasileño Simonal, quien compartía una conversación exquisita con dos damitas del Condado de Zarath.

El tiempo avanzaba y cuando yo no bailaba, observaba una mesa que estaba frente a la nuestra. Tres damitas que habían trabajado en la Universidad de Transilvania: Elisabetta di Sardegna, Rowina de Southhampton y Alejandra del Cuadro, reían y conversaban a diestra y siniestra. Al lado de ellas estaba, Wanda, la amiga de Anulia  y la exótica dama de Sierra Leona. Para completar el grupo, Yasmina y su amiga. De repente me di cuenta que me estaba mirando. Cuando esbocé una sonrisa, ella volvió a mirarme y bajó la cabeza. Mis orejas quemaban, sentí un olor lupercal y mi corazón latía más fuerte. Le pedí al Señor de Hannover, que la conocía,  la sacara a bailar, pero nunca ocurrió. Alguien le pidió bailar y salió a la rueda de danza: alta, espigada, toda vestida de negro, sus labios brillaban, su mirada de acero cortaba cualquier observación y se cimbreaba con encanto. Yo sentía que me miraba de soslayo y me contentaba con no sacarla a bailar. A lo mejor, me dice que no. Cuando terminó esa danza, parece que alguien llamó a su celular y se le vio preocupada. Era casi las doce de la noche y se puso de pie, salió casi corriendo, bajó las escaleras de mármol del castillo. Salí tras ella como si fuera el príncipe del cuento La cenicienta, pero no se le cayó ningún zapatito de cristal. Al verme, avanzó el paso y en su huida se le cayó un adorno. Lo recogí. Era un camafeo. Había una figura tallada en ónice. Mi corazón se aceleró. El tallado era la figura de un lobo con los colores plomo y blanco. Rápidamente lo guardé en el bolsillo. Ella desapareció como por arte de birlibirloque. Regresé apesadumbrado a los amplios salones del Atlantic. Ya no quería beber ni bailar. Busqué mi chalina para retirarme pero no estaba. No sé por qué pasó por mi mente que ella se había llevado mi chalina. Pregunté a varias personas, pero nadie me dio razón ni les interesaba. Cuando busqué al conde de Auseville y al Señor de Hannover, ya no estaban. El reloj marcaba las dos de la noche y triste por la desaparición de mi chalina, bajé las escaleras y salí del castillo y me encontré con Elisabetta, Rowina y Alejandra. No sé por qué preferían el color negro y los labios de grana. Las tres estaban bellísimas y al saludarlas, vi que ellas tenían un hermoso collar pero con una imagen que me puso los pelos de punta: un vampiro de alto relieve que parecía que tenía vida. Rowina me miraba, yo también. Sus estudios matemáticos me atraían y  también su trasero. Estaba ebrio y para olvidar un poco, me olvidé de Yasmina y Rowina se me acercaba mucho más, pero no miraba mis labios, miraba mi cuello. Lo mismo hicieron las otras dos. ¿Qué hacían las tres solas en las afueras del Atlantic? Me quedé petrificado. No podía moverme. Elisabetta y sus labios delgados ponía sus dientes sobre mi garganta. En un movimiento, mi cruz de madera que la tenía como protección, fue mi salvación, pero las enfureció y cuando iban a atacar por segunda vez, un grito estridente de una loba las hizo huir. Tomaron un taxi y se fueron. Yo trataba de buscar de dónde venía ese aullido de furia que me salvó la vida y pude ver en la azotea frente al castillo, la silueta de una loba cuyo segundo aullido me conmovió. Sentía que me miraba y volvía a aullar con otra tonalidad y  un sonido trágico que me torturaba el alma.

Todo mi cuerpo se estremeció con aquel aullido que no se iba, pero me producía una sensación de jardín, de paz, de música y tranquilidad. No pude dormir toda la noche y miraba por las ventanas de mi departamento para otear a través de las azoteas de la Ciudad…alguna loba que se había robado mi corazón

Los animales estuvieron presentes aquella noche en mi vida, pero ninguno como aquella loba que se retiró cuando ya estaba seguro que nada podía pasarme y lo único que me quedaba era contarles a ustedes las horas que pasé en el viejo castillo del Atlantic donde volví a verla y me acobardé ante ella. Su simple mirada empequeñeció mi figura y no me atreví a sacarla para bailar porque temía que me dijera no o que me tratara de algún aprovechado que de acuerdo a las circunstancias trataría de cortejarla. Nunca me había pasado esto. Mis amigos me consideraban un seductor y aquella mujer de ojos negros y cabellos oscuros se fue sin decirme adiós, pero que en el momento oportuno marcó su territorio advirtiendo a las hermosas vampiras que no den un paso adelante. Elisabetta leyó los pensamientos de la loba y ella los de la vampira. A buen entendedor pocas palabras y no le busques tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro.

Eddy Gamarra Tirado

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