Capítulo 3
Los amigos del conde
El 31 de
octubre celebraron en mi país la fiesta halloween. No le di importancia a este
día. Tenía que revisar una tesis y avanzar mis prácticas con el violín. Como
compañía, elegí los caprichos de Paganini y mientras me emocionaba con el
Capricho 24, tocaron el timbre de la casa y cuando me acerqué a ver por el ojo
mágico, no había nadie. Sentí temor,
pero recapacité y me dije a mí mismo qué me podrían robar…¿Libros?.. ¿ropa?…¿mi
adorado violín?...Esbocé una sonrisa de alivio y al momento de retirarme de la
puerta, vi en el suelo una tarjeta de color negro con ribetes rojos. ¡Qué
extraño! Jamás en mi vida recibí una tarjeta con esos colores. Más
extraño, todavía, que no sabía quién la
pasó por debajo de la puerta. No creo que sean recibos de las deudas que tengo
y todavía no las he terminado de pagar, menos aún, algún informe sobre el que se llevó mi
chalina en la fiesta del castillo Atlantic. Dejé de adivinar sobre el contenido
de la tarjeta así que después de recogerla, la abrí y me encontré con una invitación para una fiesta de
Halloween. A esta edad y en este tiempo, me dije a mí mismo. Sin embargo, una
de mis discípulas de la Universidad, me preguntó un día antes, con qué disfraz iba a ir. Le contesté que
iría disfrazado de lobo. No se me ocurrió preguntarle a qué fiesta se refería y
me encuentro con esta invitación con un aroma característico del patchuli que
llevaba la dama de los ojos negros. Todo mi cuerpo se convulsionó desde la
cabeza a los pies y mis recuerdos afloraban a flor de piel.
Cuando me
acordé del padrino de Alvita,un perrito chino que cantaba muy bien, también
recordé al conde Hectorius de Auseville, auditor mayor del reino, que según el
conde Nolberto Troll de Paracatú, aquel
se convertía en cobayo y que no era el único. Cuenta la leyenda que un amigo
suyo, el llamado Marqués de Kentucky, se convertía en un pollo negro y
brillante como un avestruz. Conocí al marqués cuando era un adolescente y
esperaba verlo como tal, no como un zooter, pero era inofensivo y muy
respetuoso. Supongo que la metamorfosis no iba a variar su carácter.
Mi
curiosidad por la tarjeta y una simple letra “Y” la asociaba con ella y tenía interés en
desentrañar aquel misterio que corroía mi alma, así que fui al centro de la
ciudad y busqué en la tienda de algún anticuario, un vestuario elegante con una
máscara misteriosa de un lobo. La dirección era en una residencia cerca a la
playa. Como no tenía coche, alquilé un taxi que no me quiso llevar hasta la
puerta de la residencia porque el hombre me dijo con voz entrecortada que había
visto un caballo de crines blancas que surcaba desde el cielo. ¿Será Luis
Alberto de Sajonia? Algunos libros esotéricos manifestaban que este noble,
descendía de Xantos y Balios. Otros textos que leí en la biblioteca de la casa
de Elisabetta di Sardegna, señalaban a Bucéfalo como abuelo del príncipe de
Sajonia, pero cuentan las malas lenguas que también tenía sangre del
malvado Incitatus que alguna vez había
sido cónsul y llevaba las ambiciones de su protector.
No había
mucha luz en la residencia. Era muy amplia con pisos de mármol, paredes con
cuadros tomados del Libro de la selva. Uno de ellos presentaba a Aquela y sus
lobeznos cerca de Mowgli. Se me escarapeló el cuerpo, fue entonces que vi a
Rowina de Southampton que me dijo con voz entrecortada y lúbrica “Te
escapaste”. Me quedé mudo y evité su mirada para no quedarme otra vez
petrificado. ¡Qué raro!...ella casi no hablaba. Estaba muy atractiva y parecía
que tenía sed, mucha sed, pero de sangre. Ingresé rápidamente a otro ambiente y
me encontré con varios zooters. Uno de ellos Mr. Black, con su estampa cánida y
noble. Conversaba con un enorme can que
cumplía 25 años de Aniversario. Muy cerca a ellos estaba el Arcipreste de Colán
que también estaba de aniversario y llevaba entre sus manos a un sapito con sus
lentes y una vestimenta de príncipe que me dio risa, pero cuando me di cuenta
que hablaba a una dama, me asusté. “¡Hola ñata bandida!” le dijo a una joven
del séquito del Príncipe Alberto. Solo había bebido una copa de chateau Lafitte
y no podía estar ebrio. Más allá estaba el cuy mágico quien con aire señorial
conversaba con un albatros. Estos animales me parecían familiares. Cerca había
una monita que emitía unos sonidos agradables. Por otro lado, unas palomitas
con collares y chaquiras. Tenía ganas de gritar y gritar para darme cuenta que
no estaba soñando, pero la música era tan exótica y envolvente que me permitió
ver a otro grupo entre ellos un gigante, una rana que hablaba francés y un
viejo actor mexicano que abrazaban a un lobo. Yo sé quién es ese lobo. Es mi
gran amigo el joyero peruano que le regaló una bella esmeralda a la vizcondesa
Lyn de Marec. Entonces, yo que quería ser un unicornio, era también un lobo que
buscaba con mis ojos cansados a una bella loba que olía a patchuli.
En un sofá
de terciopelo rojo sangre estaba Asteris de Fatma, la exótica mujer de Sierra
Leona, que a pesar de ser musulmana, llevaba una estrella en el cuello. No sé
si era para protegerse de los vampiros que andaban sueltos o para señalar que
ella esperaba a un maharajá de la India que le contara como a Scheherezada los
cuentos de las Mil y una noches. El encanto de Asteris de Fatma era su danza morisca que atraía a los
peregrinos del Sahara. Se la podía ubicar por un diamante que tenía en la oreja
y su mirada de doncella en un oasis.
En el mismo
sofá estaba Elisabetta, de cabellos negros y nariz aguileña quien arrebataba
con su voz de mujer sarda y sus uñas largas pintadas del mismo color de sus
labios: rojo sangre con un brillo carmíneo que jugueteaba con la música que
llegaba a sus oídos. Su mirada como la de Rowina era lúbrica y atractiva que
podía atraer al mozo más plantado pero para saciar su sed de…sangre. Ellas y
Alejandra no envejecían nunca. Me cuentan que las memorias de un viejo marino
mercante italiano relataba con calidez la belleza misteriosa de Elisabetta di
Sardegna, su esposa quien nunca envejecía a medida que el tiempo acababa con
él. ¿Era la misma persona que mencionamos ahora?.. o tal vez aquella dama que conocí
en Italia y que yo le recomendaba que no se casara. No sé. Yo solo sé que su
belleza enigmática me producía ensalivación y temor y ella estaba allí con sus
dos amigas inseparables además de Asteris de Fatma, la dama musulmana.
Un
personaje regordete con su trombón en la mano y disfrazado de pingüino
conversaba con el Caballero Carmelo de comida del sur del Perú, mientras un
panda hindú y otro parecido dialogaban con un gracioso monito maquisapa sobre
música y trabajo. ¡Qué hermosos vestuarios! Unos eran reales y otros parecían
de verdad. No había que preocuparse por la mayoría de animales que eran amigos
de Sirius. El problema estaba en Rowina y sus amigas: atractivas, de una
belleza del renacimiento cuyos labios de un rojo intenso buscaban en la noche
una víctima para calmar su sed.
Me retiré
de aquel ambiente y estaba dispuesto a conversar con el conde de Auseville,
pero lo vi acompañado de una dama siempre de rojo y blanco, pero esta vez con
un vestido largo, un magnífico collar de rubíes y zarcillos del mismo color,
sus ojos plomizos y su mirada inocente de un conejito que se percató de mi
sonrisa y me llamó con delicadeza. Me acerqué y dialogué con ellos. Ella me
entregó una pequeña tarjeta de color madera y se fue a bailar con el conde.
Ella era Irascema do Bahia y era misteriosa y estaba a punto de contarme una
historia que la atormentada. Cuando me quedé solo en ese ambiente, me dirigí a
los jardines que daban a la playa, A través de un ventanal observaba el mar, el
flujo y reflujo de las olas. Había luna llena y su replandor plateado formaba
un camino que conducía tal vez al palacio de la luna. Seguía absorto con el
dulce camino y sentí un olor a patchuli. No quise voltear porque podría ser una
falsa alarma. De pronto unas manos largas y suaves me abrazaron y me dijeron
con una voz infantil y cándida “¡Halloween!” Era Yasmina que posó sus bellos
ojos negros sobre los míos. Como no tenía caramelos para darle, lo único que
atiné a ofrecerle fue un beso. Duró varios segundos, pero me parecía que duró
una eternidad. Cuando dejé de besarla le contesté “Halloween! Pero ella no
sonríó. Solo me miraba y movía al son de la música sus labios carnosos. La
mascarilla de un negro brillante puesta sobre una parte de su rostro era de una
loba. Mi máscara también era de un lobo. Sentía deseos de aullar. Ella captó
esa intención y también quiso hacerlo. Yo no me podía mover. M e sentía
hipnotizado. Seguíamos mirándonos. Fue entonces que pronunció unas palabras
extrañas: Ama bahebek o algo así. Me dio un beso y desapareció por el
camino de la luna toda etérea y lobezna.
Cuando zambulló su cuerpo entre las espumas de las olas, escuché nuevamente
aquel aullido que ingresaba por todas las partes de mi cuerpo y que todavía estaba impregnado del mágico olor
del patchuli.
Eddy
Gamarra Tirado
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