Capítulo 23
Reunión de familia
El cebiche que prepararon las
hijas de Stephen estuvo delicioso. Papá estaba contento y se estaba recuperando
poco a poco. El tío Ben trajo varias botellas de vino blanco para degustar el
cebiche y un sudado que él mismo preparó para celebrar el cumpleaños de su gran
amigo y jugar al periquete, un juego de
amistad que lo realizaban en cualquier lugar, ya sea en una fiesta , en el
parque o en el baño.
Papá conoció a los huéspedes de
Stephen. Las primeras que se presentaron fueron las haditas Ghara y Harally
quienes interpretaron una canción alemana que llevaba el título de Ich liebe
dich (Te amo). Janice, Maluxa y Andreína fueron las siguientes. Estas tres
brujitas prepararon la sopa teóloga que les enseñó una monjita en la selva del
Mato Grosso. Stephen les agradeció por salvar a su hija Antonella y aunque
estaba un poco enojado con Tanger, Collins y Micki que hasta en los momentos de
peligro, se ponen a jugar, los presentó a papá. Cuando aparecieron estos tres
duendecillos, se pusieron a llorar y le pidieron perdón a Nicole y a Sandra;
ellas recordaron los momentos difíciles y lloraron también. A medida que
avanzaba el llanto, estos tres sinvergüenzas cambiaron de las lágrimas a la
risa y la burla, así que se arrojaban
entre ellos su fruto preferido: los higos. Yo no podía estar seria y reí
también al igual que los demás.
Los juguetones trasgos se
banquetearon con naranjas, guayabas e higos. Las haditas danzaban en el aire y
se acercaban a las flores del jardín para buscar su alimento y dibujar en el
aire un corazón grande en cuyo interior decía : ¡ Feliz cumpleaños señor Conde!
Todos aplaudimos esta presentación mientras Harally y Ghara agradecían con
mucha humildad. Sin duda que los maravillosos huéspedes de Stephen eran
sencillamente extraordinarios. Yo estaba muy contenta porque mi padre estaba
mejor, reía de las ocurrencias de los circunstantes y porque Stephen estaba
presente.
Después del opíparo almuerzo,. el
Tío Ben nos contó sobre El hombre que calculaba y tenía que conversar con papá.
Ese fue el momento preciso para mostrarle a Stephen unos nuevos libros que yo
había adquirido en una librería de La Ciudad de los Reyes. Nunca había subido
con tanta rapidez a la biblioteca. Allí lo esperé y no le mostré ningún libro,
solamente mis labios porque hace mucho tiempo que no recibía los suyos. Lo
abracé con mucha efusión y él también me abrazó y me cargó. No sé qué iba a
ocurrir después. De un momento a otro, apareció Micki. Nos soltamos y el
duendecillo le dijo al oído a Stephen. “¡El Conde…el Conde!”. Stephen
Salió por la ventana y yo tomé un libro.
Aparecieron los trasgos y se pusieron a cantar y bailar:
“Saca
las manos
Saca
los pies
Saca
la cabeza
Si
no la quieres perder”.
Papá reía y reía y desaparecieron
el pequeño Micki, el gordito Tanger y “el ciego” Collins. A lo lejos se
escuchaba esta música afroamericana que los traviesos duendecillos cantaban con
emoción.
Aquella tarde cuando mi padre se
despidió de Stephen y sus hijas, me quedé sola en mi habitación. Papá tuvo que
salir porque una amiga suya-Lynn de Marec, después de su viaje por algunas
ciudades de Europa, le había traído algunos regalitos, pero que le pedía que la
visite a su departamento de la Ciudad de
los Reyes, debido a que su casa en la Comunidad estaba demasiado cerca para las
miradas furtivas de algunos personajes que aderezaban el chisme y el dicterio
para hacer daño. Mi padre no me lo dijo. Yo lo sabía. En mi mente estaba
presente la escapada por la ventana de Stephen. Me sentía triste y muy sola.
Cada vez que estoy cerca de él, algo sucede. Empezó a llover con fuerza y
mientras miraba por una de las ventanas del castillo las gotas de lluvia,
observé que algo se movió por el jardín. Mi corazón empezó a latir con fuerza,
pero no de miedo sino de alegría. Era él, que había entrado como lobo para llegar con
más facilidad hacia mí. Me eché un poco de patchuli en el cuello y en el pecho
y esperaba con ansias al hombre que yo amo.
Ya había abierto la puerta de mi
alcoba y Stephen me tomó de los brazos, acarició mi cabello, me besó en la
frente, en las mejillas y en los labios, que estuve a punto de desfallecer. Yo también
lo besaba con mucha pasión. La lluvia arreciaba y parecía que los rayos que se
dibujaban a lo lejos, rugían con furia porque nuestros cuerpos se habían
constituido en uno solo desde los cabellos hasta los pies. Los libros eran
mudos testigos de esa lucha apasionada entre dos seres que se aman a pesar de
las quejas de los truenos, los rayos y la melífica lluvia. Ninguno de los dos
nos preocupamos por papá porque le leímos el pensamiento y lo olíamos y
sabíamos que estaba lejos disfrutando de la grata y gozosa compañía de Lynn de
Marec.
Eddy Gamarra Tirado
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